El día en que creí morir



El día en que creí morir temblaban los cristales.
Las cortinas estaban echadas y la luz apagada.

El día en que creí morir se escuchaba el claxon de decenas de coches.
La televisión estaba encendida, y un murmullo de voces llegaba hasta la habitación.

El día en que creí morir nos sobrevolaban aviones del ejército, de esos que en las películas lanzan bombas al azar sobre una ciudad en llamas.
La ciudad no estaba en llamas, pero, esa noche, estaba en guerra.

El día en que creí morir me acurruqué en una cama ajena, en una casa ajena, abrazando a mi novio de aquellas, que seguramente tenía más miedo que yo. 
«Estamos lejos de allí, no te preocupes», me decía. 
Y yo me hacía la tonta intentando convencerme de que lo que decía era verdad.

En realidad estábamos a apenas unas calles del lugar donde la gente se estaba quitando la vida. 
Y el rezo no dejaba de escucharse en cada una de las mezquitas; el rezo de la muerte, el rezo de la desesperación.

El día en que creí morir quise que pasara rápido; supongo que el estado de shock no me dejaba pensar con claridad.

Quise morir deprisa, de una, sin más tiempo para pensar en la muerte.
Quise morir allí, abrazada a ese chico, acurrucada en la cama junto al temblor de las ventanas.
Quise morir, y cuando quise morir todo dejo de importarme.

No pensaba en nada, la vida no me pasaba por delante de los ojos ni nada parecido.
Solo quise morir, quise que llegase la oscuridad y el vacío infinito de la muerte.


Pero no llegó.

Y me quedé dormida.

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