El limbo.



No lo entiendo. No dejo de pensar. Pienso en ti, en él, en mí, ¿en mí? Pienso en todo, y en nada a la vez. No me dejo pensar. Detengo mi mente cuando llega al borde. Miro hacia abajo y me quedo ahí, de pie. Mirando hacia abajo sin poder tirarme. Sin poder volver atrás. Estoy atrapada en el borde mirando hacia el suelo, el vacío, la nada. Me balanceo hacia delante para sentir la adrenalina que no soy capaz de dejarme sentir. No puedo. No puedo.


No entiendo por qué de repente. Por qué ya no siento, no sueño. Por qué ahora sufro y pienso y pienso y pienso. Por qué abrí los ojos y ni siquiera puedo mantenerlos abiertos. Por qué no puedo cerrarlos y dejar de pensar, y caer en el limbo de nuevo. El limbo estable, tranquilo, infinito. 

Ya no existe nada de eso. Ahora me encuentro delante de otro tipo de limbo. El limbo que se extiende debajo del precipicio. El limbo que me envuelve cada vez que intento no pensar, cada vez que intento no sentir. Me encuentro al borde de la caída más fuerte que existe para mí. Y no puedo moverme. Tengo los pies sujetos al suelo mientras mi cuerpo se balancea hacia delante. Puedo sentir el vértigo anterior a una caída, pero la caída no llega. No dejo que llegue. No puede llegar. 

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